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prolonga diez minutos más, no sé qué voy a hacer... Es insoportable!

Al fin, la dramaturga, leyó con voz triunfante:

«¡Telón!»

Pavel Vasilich lanzó un suspiro de alivio y se dispuso a levantarse; pero la señora Murachkin volvió la página, y sin haberle dado tiempo para respirar, continuó leyendo:

«Acto segundo. La escena representa una calle de la aldea. A la derecha, la escuela; a la izquierda, el hospital. En la escalinata del hospital hay sentados campesinos y campesinas.»

—¡Perdóneme!— interrumpió Pavel Vasilich—. ¿Cuántos actos son?

—¡Cinco!—respondió rápida la señora Murachkin, y, como si temiera que echase a correr, continuó a toda prisa:

«En la ventana de la escuela se encuentra Valentín. En el fondo, se ve a los campesinos salir y entrar en la taberna.»

Como un condenado a muerte, que hubiera perdido toda esperanza de ser indultado, Pavel Vasilich no se hizo ya ilusiones, y se resignó. Sólo se preocupó de tener los ojos abiertos y de conservar en el rostro una expresión atenta. El momento dichoso de su porvenir, en que aquella señora acabase la lectura del drama y se fuera, le parecía muy lejano.

—Run, run, run... run, run, run—zumbaba sin tregua en su oído la voz de la señora Murachkin.

—Se me había olvidado tomar bicarbonato—pen-