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aún, y mis pasos resonaban ruidosos y aislados en el silencio matutino. Las acacias, cubiertas de rocío, impregnaban el aire de una deliciosa fragancia.

Yo estaba triste y sentía en el alma tener que dejar la ciudad. La amaba mucho y me parecía bella y cómoda. Me placían el verdor de sus calles, sus dulces mañanas soleadas, el campaneo de sus iglesias. Sólo la gente que vivía en ella me era extraña, desagradable, odiosa a veces. Ni la amaba ni la comprendía.

No acertaba a explicarme por qué y cómo vivían aquellos sesenta y cinco mil habitantes. Sabía que Tula fabrica samovares y fusiles, que Moscú es un centro importante de producción, que Odesa es un gran puerto de mar; pero ignoraba él papel de nuestra ciudad en el mundo y la razón de su existencia.

Los vecinos de la calle de la Nobleza y de dos o tres calles más vivían de sus rentas y de los sueldos que cobraban como empleados del Estado; pero los de las otras calles que se extendían paralela y perpendicularmente en un área de tres kilómetros ¿de qué diablos vivían?... Esto era para mí un enigma. Vivían, eso sí, de una manera repugnante. No había en la ciudad ni un buen jardín público, ni un teatro, ni siquiera una mediana orquesta. Aunque poseíamos dos bibliotecas—una del Municipio y otra perteneciente al Casino—, no las solían visitar sino jóvenes israelitas, y las revistas permanecían meses enteros