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con malos ojos la actividad de su hija Ana Sergeyevna: quiere casarla con un oficial, y considera un lujo inútil la instrucción del pueblo. Después el criado y la criada se marchan, y entra Ana Sergeyevna en persona. Hace saber al público que se ha pasado en claro la noche, pensando en Valentín Ivanovich, hijo de un pobre preceptor, y mozo de nobles sentimientos, que mantiene a su padre enfermo. Valentín es un hombre instruidísimo, pero en extremo pesimista. No cree ni en el amor ni en la amistad, encuentra estúpida la vida y quiere morir. Ana Sergeyevna está decidida a salvarle.
Pavel Vasilich escuchaba y pensaba en su diván, en el que tenia la costumbre de descansar un poco después del almuerzo. De vez en cuando lanzaba a la señora Murachkin una mirada llena de odio.
—¡Que el diablo te lleve!—pensaba—. ¿Qué culpa tengo yo de que hayas escrito un drama estúpido? ¡Qué cuaderno. Dios mío! ¡No se acaba nunca! Miró el retrato de su mujer, colgado en la pared, y recordó que aquélla le había encargado que comprase y llevase a la casa de campo cinco metros de cinta, una libra de queso y unos polvos para los dientes.
—¿Dónde he puesto yo la muestra de la cinta?—pensaba—. Creo que está en el bolsillo de la americana... Con tal que no se pierda... Las malditas moscas han manchado el retrato. Le tendré, que decir a Olga que lo limpie... Esta endemoniada mujer, está leyendo ya la escena octava; el primer acto está, probablemente, tocando a su fin... Pobre señora,