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cuyos disparos sirviera él de blanco. A la vista del gran cuaderno, se llenó de terror, y dijo:

—Bueno... déjeme el drama, y lo leeré.

—¡Pavel Vasilich!—suplicó la señora, con voz suspirante y juntando las manos—. Ya sé que está usted muy ocupado y no puede perder ni un minuto. Tampoco se me oculta que en este momento está usted enviándome a todos los diablos; pero... tenga usted la bondad de permitirme que le lea mi drama ahora, y le quedaré obligadísima.

—Tendría un gran placer, señora, en complacer a usted; pero... no tengo tiempo. Iba a salir.

—Pavel Vasilich—rogó la visitante, con lágrimas en los ojos—. Le pido a usted un sacrificio. Sé que soy osada, impertinente, pero ¡sea usted generoso! Mañana me voy a Kazan, y no quisiera irme sin saber su opinión. ¡Sacrifíqueme usted media hora... sólo media hora!

Pavel Vasilich no era hombre de gran voluntad y no sabía negarse. Cuando vio a la señora disponerse a llorar y a prosternarse ante él, balbuceó:

—Bueno, acepto... Si no es más que media hora...

La señora Murachkin lanzó un grito de triunfo, se quitó el sombrero, se sentó, y empezó a leer.

Leyó, primeramente, cómo el criado y la criada hablaban largo y tendido de la señorita Ana Sergeyevna, que ha hecho edificar en la aldea una escuela y un hospital. Después del diálogo con el criado, la criada recita un monólogo conmovedor sobre la utilidad de la instrucción; luego, vuelve el criado, y refiere que su señor, el general, mira