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—Naturalmente, ¿no se acuerda usted de mí?—comenzó con acento en extremo turbado—. Tuve el gusto de conocer a usted en casa de Trutzky. Soy la señora Murachkin.

—¡Ah, si!... Tenga usted la bondad de sentarse ¿En qué puedo serle útil?

—Mire usted, yo... yo—balbuceó la dama, sentándose, y más turbada aún—. Usted no se acuerda de mí... Soy la señora Murachkin... Soy gran admiradora de su talento, y leo siempre, con sumo placer, sus artículos. No tengo la menor intención de adularle, ¡líbreme Dios! Hablo con entera sinceridad. Si, leo sus artículos con mucho placer... Hasta cierto punto, no soy extraña a la literatura. Claro es que no me atrevo a llamarme escritora, pero... no he dejado de contribuir algo.... he publicado tres novelitas para niños... Naturalmente, usted no las habrá leído... He trabajado también en traducciones... Mi hermano escribía en una revista importante de Petrogrado..

—Sí, si... ¿Y en qué puedo serle útil a usted?

—Verá usted...—y bajó los ojos, poniéndose aún más colorada—. Conozco su talento y sus opiniones. Y quisiera saber lo que piensa... o, más bien, quisiera que me aconsejase... En fin, he escrito un drama, y antes de enviarlo a la censura, quisiera que usted me dijese...

Con mano trémula sacó un voluminoso cuaderno.

Pavel Vasilich no gustaba sino de sus propios artículos; los ajenos, cuando se vela obligado a escucharlos, le producían la impresión de un cañón, a