por un cuarto de hora... Todos nos hubiéramos ahorrado disgustos.
Los intelectuales andaban de un lado para otro, confusos y tristes, sintiéndose culpables y no atreviéndose a hablar alto. Sus mujeres y sus hijas, enteradas del enojo de Piatigorov, no se atrevían a bailar.
Hacia las dos de la mañana Piatigorov salió de la biblioteca: Estaba borracho y se tambaleaba. Entró en el gran salón y se sentó junto a la orquesta. Arrullado por la música, se durmió y empezó a roncar.
—¡No toquéis!— les decían por señas los concurrentes a los músicos—. ¡Chist!... Egor Nilich está durmiendo.
—¿Me permitirá usted que le acompañe a su casa?—preguntó Belebujin inclinándose sobre el millonario.
Piatigorov hizo una mueca con los labios, como si quisiera librarse de una mosca que le molestase.
—¿Me permite usted acompañarle a su casa?—repitió Belebujin—. Voy a hacer que venga su coche de usted.
—¿Qué?... ¿Qué quieres?
—Tendré mucho gusto en acompañarle a usted a su casa. Es hora de irse a la cama.
—Bueno. Vamos...
Belebujin, satisfechísimo, hizo grandes esfuerzos para levantar a Piatigorov. Los demás miembros del club le ayudaron, poniendo en ello sumo celo.. Al cabo, merced a los esfuerzos comunes, se pudo