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señoras, y les ruego a ustedes que salgan de aquí inmediatamente. ¡Largo! ¡Señor Gestiakov, ahí tiene usted la puerta, y buen viaje! ¡Al diablo! Si no sale usted en el acto, le enseñaré a obedecer. ¡Tú, Belebujin, también! ¡Largo, largo!

—¡Cómo! Es inconcebible—protestó el tesorero del ayuntamiento, Belebujin, congestionado y encogiéndose de hombros—. Aquí ocurren cosas divertidas. Cualquier impertinente entra como Pedro por su casa, y arma un escándalo...

—¡Te atreves a calificarme de impertinente—tronó furioso el enmascarado, dando en la mesa un puñetazo tan violento, que hizo saltar los vasos sobre la bandeja—. ¡Te rompo la crisma si te atreves a tratarme así! ¡Qué marrano! ¡Salgan ustedes en seguida o voy a perder la paciencia! ¡Salgan todos! ¡No quiero que quede aquí ningún canalla!

—¡Ahora veremos!—dijo Gestiakov, tan excitado, que sus lentes se empañaron de sudor. —Voy a enseñarle a usted a ser cortés. ¡Que venga el gerente del club!

Momentos después entró el gerente, un hombrecillo grueso, jadeante, con una cintita azul en el ojal de la solapa.

—Le ruego a usted salga de aquí— dijo encarándose con el intruso—. Si quiere usted beber váyase al buffet.

—¿Y quién eres tú?—preguntó el enmascarado—. ¡Dios mío, qué miedo me das!

—Le ruego a usted que no siga tuteándome. ¡Salga de aquí, salga!