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la Prensa al buen vino!— dijo el enmascarado, llenando su vaso—. O lo que sucede, señores, ¿es que ustedes no tienen dinero para beber? ¡Tendría muchísima gracia! Hasta empiezo a dudar que entiendan lo que están leyendo. ¡Eh, usted, señor de los lentes! ¿Quiere usted decirme qué ha sacado en limpio de su lectura? Me apuesto cualquier cosa a que no ha entendido una palabra. Muchacho, sería mejor que bebieses con nosotros. ¡No te las eches más de sabio!

Se levantó y, bruscamente, le quitó el periódico al hombre de los lentes, que palideció, se puso luego colorado y miró con asombro a los demás intelectuales.

Estos le miraron a su vez.

—Olvida usted, señor— protestó el intelectual—, que está en la biblioteca y no en la taberna, y le suplico se conduzca más decentemente. De lo contrario, acabaremos mal. Sin duda ignora usted quién soy. Soy el banquero Gestiakov.

—Me importa un comino que seas Gestiakov. En cuanto a tu periódico, ¡mira!

Estrujó el periódico y lo hizo pedazos.

—¡Señores, esto no puede permitirse!—balbuceó Gestiakov estupefacto—. Es tan extraño... tan escandaloso...

—¡Dios mío, se ha enfadado!— dijo riendo el enmascarado—. Me da miedo, ¡palabra! Estoy temblando de pies a cabeza.

Luego, ya en serio, continuó:

—Escúchenme ustedes, señores. No tengo tiempo ni gana de discutir. Quiero quedarme solo con estas