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pasado por todas las miserias, he trabajado como simple maquinista, he sido dos años, en Bélica, fogonero de locomotora. ¿Usted para qué sirve, para qué trabajo se considera útil?

—Sí; tiene usted razón—repuse, muy turbado ante la mirada severa de sus ojos claros e inocentes.

—Al menos, ¿sabe usted manejar el aparato telegráfico?—me preguntó, tras una corta reflexión.

—Sí; he estado empleado en Telégrafos.

—Bueno... Ya veremos. Por de pronto puede usted salir para Dubechnia. Allí tengo ya un empleado; pero no vale nada.

—¿En qué consistirá mi trabajo?

—Ya decidiremos. Váyase. Daré órdenes. Pero se lo prevengo: no se me emborrache y no me moleste con peticiones; pues de lo contrario le despediré.

Y se sentó en una butaca sin hacerme siquiera una inclinación de cabeza. La conversación había terminado. Saludé al ingeniero y a su hija y me fuí.

La impresión que me produjo tal entrevista no pudo ser más deprimente. Cuando llegué a casa y mi hermana me preguntó cómo me había recibido el señor Dolchikov, no tuve alientos para pronunciar ni una palabra: tan abatido estaba.

Al día siguiente me levanté antes de salir el sol para irme a Dubechnia. Nuestra calle estaba completamente desierta. Todo el mundo dormía