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bes de vapor, y todo el mundo se dirigió con gran algazara al patio.

—¡Pobre infeiiz!— pensaba Grícha, oyendo los sollozos de Pelageya—. ¿Adónde la llevan? ¿Por qué ni papá ni mamá hacen nada para protegerla?

Terminada la ceremonia de la boda, todos los invitados volvieron a la cocina. Hasta las nueve de la noche tocaron el acordeón y cantaron. La mamá de Gricha no hacia más que lamentarse de que la vieja Stepanovna oliese a «vodka», y de que nadie se cuidase del «samovar». Pelageya se hallaba ausente, y cuando Gricha se acostó no había vuelto todavía.

—¡Pobre infeliz!—pensaba Gricha, al dormirse—. Probablemente estará ahora llorando en algún rinconcito. El monstruo del cochero acaso le pegue.

A la mañana siguiente, Pelageya encontrábase ya en la cocina. También estuvo allí unos instantes el cochero. Le dió las gracias a la madre de Gricha, y dirigiéndole una mirada severa a Pelageya, dijo:

—Tenga usted la bondad, señora, de vigilarla... Sea usted para ella como una madre.

—Y usted también, Stepanovna—añadió encarándose con la vieja nodriza—, vigílela... Que no haga tonterías.

Luego, volviéndose hacia la madre de Gricha, dijo:

—¿Haría usted el favor de darme cinco rublos a cuenta del sueldo de Pelageya? Mi coche necesita una reparación.

Esto era un nuevo enigma para Gricha. Pelageya