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do, y que estaba siempre sudando, ¡qué extraña idea! Era algo de todo punto incomprensible. ¿Y por qué la vieja nodriza Stepanovna tenía tal empeño en que la pobre cocinera se casara con aquel monstruo?

Cuando el cochero se marchó, la cocinera entró en el comedor y se puso a arreglarlo. Su turbación no la había aun abandonado, y su rostro seguía rojo. Aunque tenía la escoba en la mano, no barría casi, y era indudable que trataba de prolongar su estancia en el comedor indefinidamente. La mamá de Gricha estaba allí, y no decía nada a la cocinera, la cual bien se veía que estaba esperando sus preguntas. Al fin, la cocinera, no pudiendo ya contenerse, comenzó a hablar.

—¡Se ha ido!— dijo.

—Sí. Parece un buen hombre—respondió la madre de Gricha sin levantar los ojos de su bordado—, un hombre sobrio, serio.

—¡No me casaré, palabra! —exclamó de repente la cocinera, con el rostro más rojo aún—. ¡No quiero! ¡No quiero!

—¡No digas tonterías! Tú no eres ya una niña. Es un paso muy grave. Se debe reflexionar antes de darlo. Dímelo francamente: ¿te gusta?

Gricha, al principio de la conversación, se había deslizado en el comedor, y, sin moverse de un rincón, escuchaba con gran interés.

—¿Lo sé yo acaso?

—¡Qué bestia es!,— pensó Gricha—. Debía decir claramente que no le gusta!