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raba. Hacía visibles esfuerzos para hablar con calma; pero la pasión se imponía y vibraba en su voz. Ea sociedad, donde la indiferencia y la fría reserva son reputadas de buen tono, hay que ocultar el entusiasmo. El oficial Gorny lo ocultaba, más, a su pesar, no siempre del todo, y nadie ignoraba su pasión por la música. Tocaba admirablemente el piano, y, de no ser militar, sería, de seguro, un virtuoso célebre.


Recordaba que Gorny le había hecho una declaración de amor durante un concierto sinfónico.

Las lágrimas de Nadia se secaron, y siguió escribiendo: «Me alegro mucho de que haya conocido usted al estudiante Grusdiev. Es un hombre muy inteligente, y estoy segura de que le querrá usted. Ayer estuvo con nosotros hasta las dos de la mañana, e hizo nuestras delicias. Es lástima que usted no estuviese. Grusdiev dijo muchas ingeniosidades.»

Nadia colocó las manos en la mesa y apoyó la cabeza en ellas. Su cabellera, suelta, se desparramó sobre la carta. Recordó que Grusdiev la amaba también, y pensó que tenía el mismo derecho a su carta que el oficial Gorny. ¿No seria, en efecto, mejor escribirle al estudiante?

De pronto, una inmensa y serena alegría llenó todo su ser, y le pareció que flotaba en la suavidad de unas ondas acariciadoras. Una risa gozosa sacudió sus hombros, y experimentó la sensación de que todo reía también en torno suyo, incluso la mesa y la lámpara. Para justificar ante sí misma su regocijo inexplicable, procuró pensar en algo cómico. Y