cribía, el pensamiento puesto en Gorny—. No puedo creerle a usted... ¡Es usted tan inteligente, instruido y seri!... Tiene usted mucho talento, y, sin duda, le está reservado un envidiable porvenir; mientras que yo soy una joven poco instruída, sin talento ninguno y nada interesante. Sólo puedo ser un obstáculo en su camino, y no quiero serlo. Ya sé que le gusto, y que hasta se cree un poco enamorado de mí, en quien piensa haber hallado su media naranja; pero se da usted, al cabo, cuenta de su error y se dice, quizá, amargamente: «Dios mío, ¿por qué habré encontrado en mi camino a esta muchacha?» Estoy segura de que lo piensa usted, aunque es demasiado bueno para decírmelo con franqueza... Al escribir las últimas líneas, Nadia tuvo lástima de sus propias desgracias, lloró un poquito y continuó, haciendo pucheros: «No puedo abandonar a mamá ni a mi hermano. A no ser por eso, me retiraría a un convento, y procuraría ocultar mi dolor bajo un hábito negro. De ese modo quedaría usted libre, y encontraría, de seguro, su felicidad al lado de otra. Hay momentos en que la tristeza me abruma hasta tal punto, que quisiera morirme.»
Nadia lloraba tan copiosamente, que no podía ya distinguir las líneas. Ante sus ojos se agitaban todos los colores del arco iris, y lo veía todo como a través de un prisma. Se reclinó en su sillón y se absorbió en sus pensamientos. ¡Dios mio, cuan interesantes son los hombres! Pensó en la bella y dulce expresión del rostro de Gorny cuando hablaba de música, arte que él ado-