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sar en seguida a las autoridades judiciales? En primer lugar, hay que avisar al señor juez.» Y figúrese usted: el imbécil, en vez de tomar en serio mis palabras, se echa a reír. ¡Y los mujiks también! Todos se echaron a reír, señor juez, se lo juro a usted.

Prichibeyev se vuelve hacia la sala, mira a los asistentes y empieza a indicar con el dedo:

—¡Ese se rió! ¡Y aquél! ¡Y aquél otro también! Pero el primero que se rió fué Sigin. «¿Por qué te ríes?»—le digo—. «Porque—me responde—al juez no le incumben estos asuntos.» Estas palabras me llenaron de pasmo. «¡Cómo?—exclamé—. ¿Te atreves a decir cosas semejantes respecto del señor juez?* Le juro a usted que pronunció esas palabras.

Y, volviéndose hacia Sigin, le pregunta:

—¿Es verdad? ¿Dijiste eso, o no?

—Sí, lo dije.

—¡Ya lo creo! Todo el mundo oyó cómo dijiste: «Al juez no le incumben estos asuntos.» Excuso decirle, señor juez, hasta qué punto me sorprendieron estas palabras. «Repite—le dije—lo que te has atrevido a decir.» Y repitió las mismas palabras. Entonces, indignadísimo, exclamé: «¿Te rebelas contra las autoridades? ¿No sabes, imbécil, que el señor juez, por esas palabras, te puede enviar a la Siberia? ¿Que los gendarmes pueden detenerte y meterte en la cárcel como a un revolucionario?» Entonces, el burgomaestre también declaró: «El juez no puede juzgar sino los pequeños asuntos.» Todos lo oyeron. «¿Tú también— le dije—te rebelas contra las autoridades?» Yo no podía ya contenerme. Si me hubiera