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ley manda que se deje a la gente hacer lo que lo dé la gana? ¡No; no puedo permitirlo! Si yo no les llamase al orden, ¿qué sucedería? Nadie, en la aldea, sabe cómo se debe tratar a los campesinos; sólo yo lo sé. Yo no soy un simple mujik, señor juez: ¡soy un suboficial! He hecho mi servicio militar en Varsovia, en el Estado Mayor. Después he pertenecido a una compañía de bomberos; después, durante dos años, he sido conserje en un colegio clásico, y sé bien cómo debe tratarse a la gente de origen humilde; comprendo la necesidad de mantener el orden público. Un mujik no comprende nada, y debe obedecerme por su propio interés. Prueba de lo que digo es, por ejemplo, este asunto. Cuando dispersaba a la muchedumbre, vi un cadáver a la orilla del río. «¿Por qué—pregunté—se halla en este sitio? ¿En virtud de qué ley? ¿Dónde está la policía?» Al fin veo a su jefe..., al Sigin de marras. «¿Por qué no cumples con tu deber?—le pregunté—. ¿Por qué no avisas a las autoridades superiores? Tal vez ese ahogado es victima de un crimen. Tal vez ha sido asesinado.» Pero, Sigin, no hace el menor caso de mis palabras, y continúa, muy tranquilo, fumando su cigarrillo. «Usted no es quién—me dice—para pedirme cuentas, para darme órdenes. Yo sé lo que tengo que hacer.» «No—le contesto—; tú no lo sabes cuando sigues aquí, como un imbécil, sin hacer nada.» Entonces, me dijo: «A su debido tiempo le he avisado al jefe de policía del distrito.» «Pero no era a él a quien debiste avisar—le digo—. ¿No comprendes que es un asunto muy grave, y que hay que avi-