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Y empecé a dispersar a la gente. «¡Circulen! ¡Circulen!»— grité—. Además, ordené al centurión que dispersase a la multitud.

—Pero usted no tiene ningún derecho—le hace observar el juez—. Usted no es ni burgomaestre, ni policía, y no es de su incumbencia dispersar a la muchedumbre.

—¡Claro que no es de su incumbencia!—se oye gritar por toda la sala—. Estamos de él hasta la coronilla, señor juez. Hace quince años que no nos deja tranquilos. ¡No podemos más! Nos hace la vida imposible desde que está en la aldea, de vuelta de servicio militar.

—Si, señor juez— dice un testigo que se apoya en la barandilla—. Le suplicamos a usted que nos defienda de este individuo. No podemos ya soportar su despotismo. En todo se mete: grita, jura, ordena, aunque no tiene ningún derecho. Basta que nos reunamos con motivo de cualquier fiesta o cualquier ceremonia, para que se presente y nos trate como a vil chusma. Tira de las orejas a los niños, espía, vigila a nuestras mujeres. Últimamente nos ha prohibido tener las luces encendidas después de las nueve de la noche, y cantar.

—Espere usted—dijo el juez—. Usted declarará luego. Ahora la palabra la tiene el acusado. Continúe usted, Prichibeyev.

—¡A sus órdenes de usted, señor juez! Dice usted que no es de mi incumbencia dispersar a la muchedumbre. ¡Admitámoslo! Pero, ¿y si se producen desórdenes? ¿Pueden tolerarse los desórdenes? ¿Acaso la