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—La creo a usted, señora, la creo—dijo irritado Kistunov—; pero, se lo repito, eso no es cosa nuestra. ¡Tiene gracia! ¿Acaso no sabe su marido de usted adónde hay que dirigirse para ese asunto?

—No sabe nada, excelencia. No hace más que reñirme y amenazarme. ¡A mí, que soy una pobre mujer indefensa!

Kistunov se volvió de nuevo hacia la señora Chukin, y, procurando permanecer tranquilo, comenzó a explicarle la diferencia entre el ministerio de la Guerra y un banco comercial privado. Ella le escuchó atentamente, asintiendo a cuanto decía, con inclinaciones de cabeza, y luego repuso:

—Si, lo comprendo... lo comprendo muy bien. Entonces vuestra excelencia dará orden de que se me paguen, por ahora, al menos, 15 rublos. El resto ya se me pagará.

—Dios mío!—suspiró desesperado Kistunov—. ¿Cómo voy a hacerle comprender a usted que no tenemos relación alguna con el ministerio de la Guerra? Es como si presentase usted una demanda de divorcio en la farmacia o en el negociado de pesos y medidas. Le digo a usted una vez más que ha equivocado la dirección.

—Yo pediré a Dios por su excelencia hasta mi muerte, si tiene piedad de una pobre mujer indefensa. Me faltan ya las fuerzas; no paro en todo el día, unas veces por culpa de mi marido, que es una calamidad, y otras forzada a presentarme al juez municipal, a causa de mis pleitos con los inquilinos. Estoy completamente agotada.