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un empleo en el ferrocarril. Vaya usted a verle mañana. Estará en casa.

Yo la saludé y le di las gracias.

—En cuanto a eso—añadió, señalando al cuaderno de los papeles que yo llevaba en la mano—, lo mejor sería que dejase usted de emplear tiempo en ello.

Luego, ella y mi hermana se acercaron a la señora Achoguin, con la que hablaron en voz baja durante dos minutos, dirigiéndome frecuentes miradas. Parecían deliberar.

—Si le reclaman a usted—me dijo la señora Achoguin, acercándose a mí y mirándome con fijeza—ocupaciones más serias, puede entregar ese cuaderno a otra persona. ¡Deje usted eso, amigo mío, y vaya a sus quehaceres!

Saludé y me fuí muy turbado.

Apenas hube yo salido, vi salir a mi hermana y a la señorita Blagovo. Iban hablando con gran calor, probablemente de mí y de mi posible regeneración, y caminaban muy de prisa. Se veía que a mi hermana, que nunca asistía a los ensayos, le remordía la conciencia el haberse estado en casa de Achoguin, y tenía miedo de que mi padre se enterase.

Al día siguiente, a cosa de la una de la tarde, me presenté en casa del ingeniero Dolchikov.

Me acompañó un criado a un hermoso aposento, que era al mismo tiempo el salón y el cuarto de trabajo del ingeniero. Todo era allí agradable, elegante y producía una impresión extraña en