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Se lo encuentra sentado en el suelo, en medio del cuarto, junto a una maleta abierta, donde va colocando, con mano temblorosa, ropa, corbatas, tirantes, libros, frascos de perfumes. Sus ojos están arrasados en lágrimas.

—¿Qué es eso— pregunta Kamichov.

El otro no contesta.

—¿Quiere usted marcharse? Haga lo que quiera. No soy quién para retenerle, pero... ¿cómo va usted a irse sin pasaporte? Ha de saber usted que se me ha perdido. Sin duda, se ha extraviado entre algunos papeles. Y, sin pasaporte, comprenderá usted... En Rusia son muy severos en esa materia. Antes de que se haya alejado cinco kilómetros será usted detenido.

Champun levanta la cabeza y mira con desconfianza a su señor.

—¡Sí, sí! No lo dude usted. La policía comprenderá, por la expresión de su cara, que no lleva usted pasaporte y le echará mano en seguida. «¿Quién es usted.» «Adolfo Champum.» «Ya conocemos a esos Champunes. No escasean los malhechores entro ellos.» Y dispóngase usted a emprender un viaje a la Siberia, a pie, con asesinos y ladrones, escoltado por la fuerza pública.

—¿Se burla usted?

—Nada de eso, querido. Hablo con toda seriedad. Y se lo prevengo: si le detienen a usted, no me escriba cartas suplicándome que lo saque del atolladero. No haré nada, absolutamente nada, aunque me lo presenten a usted atado de pies y manos.