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dos de una instrucción vasta, serían superiores a todos los sabios de Francia.

—Tal vez—dice sin entusiasmo Champun.

—No «tal vez», ¡seguramente! Ya sé que no le gusta a usted que se le digan estas cosas, pero son ciertísimas. El ruso es muy ingenioso; dándole campo para ello, haría maravillas. Por otra parte, es muy modesto y nada amigo de hacer valer sus cualidades. Si inventa algo notable, no lo pregona, como ustedes, a los cuatro vientos... ¡Dios mío, qué ruido arman ustedes con motivo de cualquier invención!... No, no me gustan los franceses. No me refiero a usted; hablo en general. Un pueblo sin moralidad. Completamente humano en su aspecto exterior, vive como los perros. Prueba de lo que digo es, por ejemplo, el matrimonio: nosotros, una vez casados, ya no nos separamos, mientras que ustedes viren como canallas: el marido se pasa el día entero fuera de su casa, bebiendo, mientras la mujer está rodeada de amantes y baila con ellos bailes obscenos.

—Eso no es verdad—no puede menos de protestar Champum, con el rostro encendido—. ¡En Francia, el principio de la vida familiar es muy respetado!

—¡Déjeme usted a mí de principios! ¡Ya sé yo lo que son los principios franceses! Hace usted mal en defender a sus compatriotas. Hay que confesar franca y honradamente que son unos cochinos. Me alegro en el alma de que fueran vencidos por los alemanes, a quienes agradezco de todo corazón el