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vuestra excelencia. Sin embargo, si vuestra excelencia no concede gran importancia a las cartas de recomendación, puedo presentarle certificados.

Sacó de su bolsillo un papel y se lo tendió al director. El papel llevaba la firma del gobernador. A juzgar por su contenido y por su estilo, el gobernador, cediendo a las instancias de cualquier señora, lo habla firmado sin leerlo.

—¡Ante esto...!—dijo el director suspirando—. Obedezco. Escriba usted mañana una solicitud... ¡Qué vamos a hacerle!

Cuando Polsujin se marchó, el director dio rienda suelta a su cólera.

—¡Canalla!— gritaba, recorriendo nerviosamente la estancia—. ¡Ha conseguido salirse con la suya! ¡Botarate! ¡Indecente! ¡Inútil!

Y escupió con asco. En aquel momento, una señora, vestida con gran coquetería, entró en su gabinete. Era la mujer del director del Banco local.

—Sólo pienso molestarle un minuto... nada más que un minuto—empezó—. Siéntese usted, querido amigo, y tenga la bondad de escucharme.

Se sienta y obliga a sentarse frente a ella al director.

—Verá usted: me han dicho que el secretario de asilo dimite. Hoy o mañana le visitará a usted un joven: el señor Polsujin. Es amabilísimo, muy bien educado... En fin, un dechado de simpatía, y le quedaré a usted muy obligada...

La señora hablaba sin cesar. El pobre director,