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tiene todavía derecho a la pensión... Por otra parte, no podemos dejarle a usted en la calle. Usted ha trabajado durante catorce años, y nuestro deber es ayudarle. Pero, ¿cómo? ¡No se me ocurre absolutamente nada! ¡Ni la menor idea!

Y continuó andando. Vermensky, abrumado por su desgracia, estaba sentado en el filo de la silla, sumido en sus reflexiones.

De pronto, la faz del director se tornó radíente, y, el funcionario se detuvo ante Vermensky.

—¡Tengo una idea!— exclamó—. La semana próxima dimite el secretario de nuestro asilo de niños pobres; si usted quiere esa plaza, yo puedo ofrecérsela.

El maestro se llena también de alegría.

—¡Vaya si la quiero, excelencia!

—Entonces, la cosa se arregla maravillosamente. Diríjame usted hoy mismo una solicitud.

Vermensky se fué. El director estaba contentísimo de sí mismo; el pobre maestro tendría una buena, colocación, y no perecería de hambre con su familia. Pero su buen humor no duró mucho.

Cuando volvió a su casa y se sentó a la mesa a almorzar, su mujer le dijo:

—¡Ah, se me olvidaba! Ayer me visitó Nina Sergeyevna, y me recomendó a un joven que quisiera ocupar la plaza del secretario del asilo, que, a lo que parece, dimite.

—Sí; pero esa plaza está ya prometida a otro—respondió el director frunciendo las cejas—. Además, ya conoces mi principio: no doy nunca plazas por recomendación.