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en mano, recitando sus papeles. Nabó, con un largo gabán rojo y una ancha bufanda, miraba, de pie junto a la puerta, al escenario, como mira, en un templo, el altar un creyente devoto. La señora Achoguin se acercaba ya a uno, ya a otro de los concurrentes y le decía a cada cual una cosa agradable. Tenía la costumbre de mirar fijamente a sus interlocutores y hablarles en voz baja, como si estuviera conversando de un modo muy confidencial.

—Debe de ser dificilísimo el pintar las decoraciones—me dijo quedito, acercándose a mí—. He estado hablando con la señora Mufke de las supersticiones arraigadas en nuestra sociedad. ¡Es terrible! No sabe usted lo que yo he luchado contra ellas. Para que la servidumbre se dé cuenta de lo ridículas que son, mando encender todas las noches tres bujías en mi habitación y procuro hacer en día 13 las cosas importantes. La pobre gente está segura de que tres bujías y la fecha 13 traen desgracia...

En aquel momento entró la hija del ingeniero Dolchikov, una rubia muy bella, vestida, como se decía entre nosotros, lo mismo que una parisién. Nunca tomaba parte en las representaciones; pero en los ensayos se ponía siempre en el escenario una silla para ella y no empezaba la función mientras ella no llegaba, radiante, elegantísima, y no se sentaba en un sillón de primera fila.

Se la respetaba mucho, como a una persona que había vivido largo tiempo en la capital. Sólo ella