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rodillas hasta la altura de los codos, pone unos ojos espantados y parece que se va a ahogar... Su rostro rojo se cubre de sudor, se le saltan las lágrimas. El enfermero, no menos rojo, continúa tirando con todas sus fuerzas.

Medio minuto terrible transcurre. De pronto, las tenazas resbalan y sueltan la muela. El enfermo da un salto y se lleva apresuradamente la mano a la boca. Encuentra la muela enferma en el mismo sitio.

—Pero ¿si no me la has arrancado aún?— exclama furioso—. ¡Que los diablos te arranquen todas las tuyas, una a una! ¡«Una, dos, tres!»... Cuando no conoce uno su oficio...

—Tú tienes la culpa!—protesta el enfermero—. No hacías más que agarrarme la mano, empujarme con el codo y decir tonterías. ¡Imbécil!

—¡El imbécil lo serás tú!

— Eres un mujik, en toda la extensión de la palabra. ¿Te figuras que es tan sencillo arrancar una muela? ¡Eso no es subir al campanario y tocar las campanas, como haces tú! Se trata de la cirugía, una cosa delicada, de la que tú no sabes una palabra. No eres quién para darme consejos. Le he sacado una muela a Alejandro Ivanich Egipetsky, un gran señor, que ha vivido siete años en Petrogrado, sin que me diga semejantes tonterías, ni me agarre la mano... ¡Siéntate!

—¡Dios mío, lo que sufro!... Espera... un instante...

Se sienta, respirando con dificultad.