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oficio, mientras que nosotros sólo podemos rogar por usted y admirar su ciencia.

—No tiene importancia— responde el enfermero afectando modestia—. Se hace lo que se puede.

Se dirige al armario y busca entre los instrumentos quirúrgicos.

—La cirugía... no es gran cosa— prosigue—. Naturalmente, es necesario entenderla. Y, sobre todo, hay que tener la mano firme, la costumbre... Para mí esto no es nada. Lo hago en un abrir y cerrar de ojos. ¡Llevo sacadas tantas muelas! No hace mucho vino aquí Alejandro Ivanich Egipetsky, un gran señor. Tenía también una muela enferma. ¡Un hombre instruido, que entiende de esto, y a quien habían asistido doctores! Conoce a los profesores más insignes. Con todo, ¡tan amable!, me estrechó la mano y me habló como a un igual suyo. ¡Un verdadero señor! Ha vivido siete años en Petrogrado... Bueno; me pidió que le arrancase la muela. «¡Arránquemela, Sergio Kusmich!»—me dijo—. ¿Por qué no? Gustosísimo. Naturalmente, hay que saber lo que se tiene entre manos: hay muelas y muelas. Unas hay que arrancarlas con tenazas; otras, con llave... Eso depende...

El enfermero tarda un largo rato en decidirse. Al fin opta por las tenazas.

—Bueno; abra usted la boca todo lo que pueda. Vamos a sacársela en un abrir y cerrar de ojos. Cuestión de dos segundos. Una, dos, tres, y se acabó. Sólo hay que cortar un poco la encía, hacer una tracción vertical... así.