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saco y a punto de ser lanzado al mar. ¡Y, sin embargo, todos están expuestos a esa suerte!

El sacerdote echa un poco de tierra sobre Gusev y hace una reverencia. Después se cantan las preces.

Uno de los marineros levanta un extremo de la plancha. Gusev se desliza, cabeza abajo, da una vuelta en el aire y cae al agua. Al principio se cubre dé espuma y parece envuelto en encajes; luego desaparece.

Desciende hacia el fondo del mar. ¿Llegará? Según los marineros, la profundidad del mar en estos parajes es de cuatro kilómetros.

A los veinte metros comienza a descender con más lentitud. Su cuerpo vacila, como si no se decidiese a continuar el viaje. Al fin, arrastrado por la corriente, se encamina más bien hacia adelante que hacia lo hondo.

No tarda en tropezar con todo un rebaño de pececillos que se llaman pilotos. Cuando perciben el gran saco se detienen al punto, asombrados, y, como obedeciendo a una orden, se vuelven todos a la vez y se alejan. Pero por poco tiempo; al cabo de algunos instantes reaparecen, caen, veloces como flechas, sobre Gusev y se agitan en torno suyo.

Minutos después se aproxima una enorme masa oscura. Es un tiburón. Lentamente, con flema, como si no se hubiera enterado de la presencia de Gusev, se coloca debajo del saco de manera que Gusev queda sobre su lomo. Da varias vueltas en el agua con un placer visible, y, sin apresurarse, abre la enor-