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V

Gusev baja a la cámara-hospital y se acuesta. Como antes, vagos deseos que no puede explicar le inquietan. Siente un gran peso sobre el pecho y le duele la cabeza; su boca está seca de tal modo, que le cuesta trabajo mover la lengua. Se queda abstraído y no tarda, agotado por el calor y la densa atmósfera, en dormirse. Los sueños más fantásticos vuelven a empezar.

Duerme así dos días seguidos. Hacia la mitad del tercero, dos marineros bajan y cargan con él.

Le meten en un saco, en el que introducen también, para aumentar el peso, dos grandes pedazos de hierro. Metido en el saco, se asemeja un poco, ancho por la parte de la cabeza y estrecho por la de las piernas, a una zanahoria.

Antes de ponerse el sol le colocan así en el puente, tendido sobre una plancha apoyada por un extremo en la balaustrada y por el otro en un alto cajón de madera. En torno se reúnen los soldados y los marineros, todos descubiertos.

—Bendito sea Dios Todopoderoso por los siglos de los siglos—pronuncia con tono solemne el sacerdote.

—¡Amén!—responden algunos marineros. Todos se persignan y miran a las olas. Es un espectáculo extraño el de un hombre metido en un