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—¿No han de saberlo? Cuando te mueras, avisarán a Odesa, a las autoridades militares, que a su vez escribirán a tu aldea.

Gusev está turbado por este diálogo. Deseos vagos, le atormentan. Bebe agua, mira por la ventanilla circular; pero nada de eso le calma. Ni aun los recuerdos de su aldea logran ya tranquilizarle. Le parece que si sigue un minuto más en la cámara se, ahogará.

—Sufro mucho, hermanos míos—dice—. No puedo estar aquí más tiempo... Quiero subir arriba... ¿Queréis ayudarme?

—Bueno—le contesta el soldado del brazo herido—. Voy a llevarte, puesto que no podrás andar solo. Cógete a mi cuello...

Gusev obedece. El soldado le sostiene con su mano sana, y sube con su carga viviente la escalerilla.

Arriba, el puente está lleno de soldados y marineros acostados. Son tan numerosos, que es difícil abrirse paso.

—¡Ponte en el suelo!—dice en voz baja el soldado—. Yo te sostendré.

No se ve bien. No hay luz alguna sobre el puente, ni sobre los mástiles, ni en la superficie del mar. Un centinela, de pie, en el extremo del barco, está tan inmóvil, que se le creería dormido. Diríase que el barco se halla abandonado a su propia voluntad y que nadie le marca el rumbo.

—Ahora tirarán al mar a Pavel Ivanich—murmura el soldado—. Le meterán en un saco y le lanzarán a las olas.