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to; veo un canalla o un hipócrita, y protesto, y soy invencible. Ninguna inquisición española puede imponerme silencio. Si me cortaran la lengua, protestaría con un gesto; si me encerraran en un calabozo, gritaría tanto que me oirían fuera, o me suicidaría por hambre y añadiría un nuevo crimen a los innumerables de los verdugos. Si, amigo mió, soy así. Todos mis amigos me dicen: «¡Eres un hombre insoportable, Pavel Ivanich!» Y yo estoy orgulloso de esta reputación. Sólo he sido tres años empleado del Estado en el Extremo Oriente, y se acordarán allí de mí durante un siglo: todo el mundo me aborrece. Los amigos me escriben que no me conviene volver a Jarkov, pues conocen mi carácter belicoso. Pero, no obstante, vuelvo; ¡tanto peor si no les gusta!... ¿Comprendes ahora? Mi vida es la lucha constante. ¡Y esto se llama vivir!

Gusev casi no escucha y mira por la ventanita circular. Sobre el agua límpida, de color de turquesa, se balancea un bote inundado de sol cálido y deslumbrante. En él, de pie y desnudos, unos chinos enseñan jaulas con canarios y gritan:

— ¡Canta, canta!

Una lancha de vapor surca no lejos del buque el agua tranquila. Luego aparece otra lanchita donde un chino gordo come arroz, sirviéndose de unos palillos. El agua parece indolente y dormida. Las gaviotas vuelan sobre ella.

Gusev mira al chino gordo, y piensa:

«Sería muy divertido darle unos sopapos a ese animal de cara amarilla.»