asco. Las sacudidas del barco son cada vez más fuertes.
De pronto, uno de los soldados deja caer sus cartas y mira a los otros jugadores con una mirada estúpida.
—¡Un instante, amigos míos!— dice—. Esperad... yo...yo...
Y se tiende en el suelo.
Le miran, se miran: ¿Qué le pasa? Le llaman y no contesta.
—Vamos, Stepane, ¿qué tienes? ¿Te sientes mal?—le pregunta con ansiedad el soldado del brazo herido—. ¿Quieres que llamemos al cura?
—Toma un poco de agua. Te sentará bien— dice el marinero, acercándole una taza a los labios.
—Déjale— grita Gusev—. ¿Aun no te has enterado, imbécil?
—¿De qué?
—¿De qué? De que ya no respira. Se acabó. Está muerto. ¡Dios mío, que gente más bestia!
El mar está tranquilo; y Pavel Ivanich, de buen humor. No se enfada ya por cualquier cosa, la expresión de su rostro es alegre, irónica, burlona, y parece querer decir: «Escuchad, voy a contaros una cosa muy divertida, vais a desternillaros de risa.»
La ventanita circular está abierta, y la brisa sua-