en el distrito más de tres mil hectáreas de tierra y una hermosa casa de campo. Pero poco amiga de la vida campestre, se pasaba todo el año en la ciudad.
La constituían la madre, una señora alta, delgada, pelicorta, que solía llevar, a la usanza inglesa, una falda lisa y una chaqueta hechura sastre, y tres hijas. Al hablar de ellas no se las designaba por sus nombres de pila, sino que se decía sencillamente: la mayor, la de en medio y la pequeña. Las tres eran feas, de barbilla aguda, cortas de vista y tenían los ojos oblicuos. Vestían como su mamá. Su voz desagradable, opaca, no les impedía tomar parte en los espectáculos. Casi siempre estaban ocupadas en preparativos de conciertos, representaciones teatrales, charadas. Declamaban, recitaban, cantaban. Las tres eran muy graves y no se sonreían nunca; hasta el teatro cómico lo interpretaban de un modo tan serio, si se les asignaban papeles en él, que parecían, más que intérpretes de una farsa regocijada, tenedores de libros.
A mí me divertían las funciones de aficionados, sobre todo los ensayos, en los que reinaba un gran desorden y solía armarse una algarabía infernal, y al final de los cuales se nos convidaba siempre a cenar. Yo no tomaba parte alguna en la elección de obras ni en el reparto de papeles. Mi trabajo consistía en copiarlos, pintar las decoraciones, apuntar, imitar entre bastidores el ruido del trueno, el canto del ruiseñor, etc. Como