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Se levantó y fué hacia la puerta. Al abrirla, tropezó con Nikita, que, cerrándole el camino, le dijo con aspereza:

—¿Adónde va usted? Está prohibido salir. Es hora de acostarse.

—Sólo quiero salir unos minutos a pasear en el patio—dijo tímidamente Ragin.

—No se puede, está prohibido. Bien lo sabe usted.

Y cerró la puerta ruidosamente.

—Vamos Nikita—protestó Ragin mesuradamente—. ¿Qué mal hay en que yo salga un instante? Déjame, te lo ruego; necesito salir un poco.

—¡Prudencia, prudencia; no turbar el orden establecido!—respondió Nikita con tono doctoral.

—¡Es intolerable!—dijo a esto Gromov, saltando de su cama—. ¿Qué derecho le asiste para tenernos aquí encerrados? La ley dice que nadie puede ser privado de su libertad sin ser condenado en juicio! ¡Esto es una violencia, es una injusticia insoportable! ¡Abajo los verdugos!

—¡Verdaderamente, es una injusticia!—dijo a su vez Ragin, alentado por la intervención de Gromov—. Necesito salir; no tienes, derecho a impedírmelo. ¡Te digo que me dejes salir!

—¡Entiendes, bestia estúpida!—gritó Gromov sobreexcitado, y dando en la puerta con los puños—. ¡O abres ahora mismo, o derribo la puerta!

—¡Abre!—gritó Ragin estremecido de cólera—. ¡Lo exijo!

—¡A callar!—respondió Nikita desde el otro lado—. ¡Calla, o verás lo que te ganas!