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retrocedió asustado. Para tranquilizarse un poco, procuraba convencerse de que todo aquello carecía de importancia; que él, y todos los vecinos de la ciudad, pronto habían de desaparecer del haz de la tierra, lo mismo que el hospital y la cárcel, sin dejar rastro; que hay que acostumbrarse a considerar esta pobre realidad con criterio de filósofo, poniendo la mente más allá de todas las miserias humanas. Pero, mientras esto reflexionaba, una sorda desesperación le iba invadiendo. Asió con ambas manos las rejas de la ventana, y trató de sacudirlas con toda su fuerza. La reja era sólida; no cedió.

Quiso dominar su terror sentándose en la cama de Gromov.

—Amigo mío—dijo a media voz—, siento que me abandonan las fuerzas. Y se enjugó el sudor frío de las sienes.

—¿Y su famosa filosofía?—le dijo Gromov irónicamente.

—Sí; tal vez tenga usted razón. Pero hace usted mal en burlarse de mí; soy digno de lástima. La realidad es muy cruel. Nosotros, la gente ilustrada, somos siempre algo filósofos; pero, al primer choque de la realidad, perdemos toda nuestra altivez filosófica. No tenemos fuerza para resistir; capitulamos muy pronto.

Hubo una pausa de unos minutos. Ragin tuvo sed; a esa hora solía beber siempre cerveza. También tenia ganas de fumar.

—Voy a pedirles que nos traigan luz... Ya no puedo aguantar. Esta oscuridad me agobia.