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al hospital. Allí podrá usted seguir un régimen, allí tendrá usted quien lo cuide. El doctor Jobotov, aunque sea hombre mal educado—sea dicho para entre nosotros—, conoce su oficio. Puede uno tener en él plena confianza. El me ha dado su palabra de honor de ocuparse seriamente de la enfermedad de usted.

El pobre viejo se sintió impresionado ante el tono sincero de de Mijail Averianich, y le brotaron las lágrimas.

—No lo crea usted, mi buen amigo—dijo con voz suplicante—. Le engañan a usted. No estoy enfermo. Toda mi enfermedad proviene del hecho de que durante veinte años no he encontrado aquí más que un hombre inteligente, y ¿quién? ¡un loco! El hospital no me servirá de nada. Por lo demás, hagan ustedes de mí lo que quieran.

—¡Vamos! Consienta usted en irse al hospital.

—Me da igual; lo mismo me iría al sepulcro.

—Prométame usted seguir siempre las indicaciones del doctor Jobotov.

—Se lo prometo a usted; pero conste que entre todos me llevan ustedes a la perdición. Sí; estoy perdido, y tengo el valor de no ocultarme la verdad. Estoy como encerrado en un circulo fatal, del que nunca podré salir.

—¡Vamos, vamos; ya verá usted cómo se cura muy pronto!

—¡Quite usted!— dijo el doctor con cierta impaciencia—-. Por lo demás, todos pasamos por esto al final de nuestros días. Si le dicen a usted que su corazón no funciona regularmente, que hay algún