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No quería ver a nadie, y las conversaciones no hacían más que exasperarlo.

Cuando el doctor, antes de marcharse, le deseó las buenas noches, Gromov le gritó con rabia:

—¡Vaya usted al diablo!

Y el doctor, aunque muy deseoso de volver a visitarlo, ya no se atrevía.

Estaba aburridísimo. Después de comer se pasaba las horas echado en el diván, vuelto a la pared, pensando en tonterías, a pesar de cuantos esfuerzos hacía para alejar de sí pensamientos tan mezquinos. Se sentía ofendido por la municipalidad que le había despedido, después de más de veinte años de servicio, sin concederle siquiera un pequeño auxilio pecuniario. Verdad es que él no se consideraba un servidor honrado y fiel; verdad que descuidaba el servicio; pero, ¿acaso se distingue entre los buenos y los malos servidores, en materia de pensiones y retiros? No, señor; se les conceden a todos, sin atender a sus cualidades morales o aptitudes técnicas. No había, pues, derecho a hacer con él una excepción.

Ya no tenía dinero. Le debía a la dueña de la casa, y hasta evitaba encontrarse con ella; le debía al tendero, y trataba de pasar disimulado frente a la tienda. Sólo de cerveza debía 32 rublos. La fiel Daría se había puesto a vender, a escondidas, los trajes viejos y libros viejos del doctor, y le aseguraba a la propietaria que su amo esperaba de un momento a otro una suma importante.

No podía perdonarse el haber gastado en aquel