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sigo a los niños, que lloraban de miedo, los acostaba sobre el suelo, y parecía complacerse en cuidar de ellos.

Como de costumbre, se levantaba a las ocho, tomaba el té y se ponía a leer sus antiguos libros y revistas; ya no tenía dinero para comprar más. Pero tampoco le interesaba tanto como antes la lectura, sea que ya conociera los libros, sea que ya no estaba en el mismo gabinete y la misma butaca. Para matar el tiempo, se puso a redactar el catálogo minucioso de su biblioteca, y pegaba etiquetas a los volúmenes, y hacía inscripciones en ellos. Este trabajo monótono y mecánico le resultaba más interesante que la lectura; al hacerlo, no pensaba en nada, y el tiempo pasaba sin sentirse. A veces se estaba en la cocina toda una hora, ayudando a Daría a mondar patatas. Los sábados y domingos iba a la iglesia. De pie, junto al muro, oía el canto del coro, evocaba en su memoria las imágenes pasadas de su infancia, de su adolescencia y de los últimos años. Y sentía que una dulce y melancólica serenidad invadía su alma, semejante al crepúsculo de las tardes de estío. Al salir de la iglesia, se iba lamentando que la misa hubiera sido tan breve.

Dos veces fué a visitar, en la sala número 6, al enfermo Qromov, pero se lo encontró de muy mal humor y en un estado insoportable. Gromov le dijo que ya estaba aburrido de oírle hablar, y que lo dejara en paz. Por todos los sufrimientos y desgracias de que los hombres le habían causado, sólo quería una compensación: una celda diminuta para él solo.