—¡El honor sobre todo!
Y volvió a pasear. Después, llevándose las manos a la cabeza, y con trágico acento:
—¡Sí, el honor sobre todo! Maldito sea el instante en que concebí el funesto proyecto de visitar esta Babilonia! ¡Ay amigo mío, merezco que usted me desprecie; he jugado, y he perdido! ¡Présteme usted quinientos rublos!
El doctor sacó el dinero y se lo dió. Mijail Averianich, siempre rojo de vergüenza y de cólera, murmuró algunas palabras de agradecimiento, juró algo por su honor, se plantó en la cabeza el gorro militar, y salió. Volvió dos horas después, y tumbándose en el sillón, lanzó un gran suspiro y dijo:
—¡El honor se ha salvado! Vámonos, amigo mío. No quiero permanecer un solo minuto más en esta maldita ciudad. Aquí no hay más que canallas, ladrones y espías.
Y cuando, en efecto, entraban otra vez en su pueblo, el otoño se acercaba a su fin y las calles tenían una espesa capa de nieve.
La plaza de Ragin estaba ya ocupada por el joven doctor Jobotov, el cual, en tanto que su predecesor se mudaba, seguía viviendo en su antigua casa con la misma mujer fea a quien daba por cocinera suya. Se contaban de él cosas pintorescas; por ejemplo, que la mujer había tenido una violenta disputa con el administrador, y que éste se había visto obligado a pedirle perdón de rodillas.
El doctor se puso inmediatamente a buscar nuevo alojamiento.