cía que en Moscou hay un verdadero ejército de ladrones, y afirmaba que los caballos rusos son mucho mejores que los extranjeros. Al doctor le dolía la cabeza, y la voz de su amigo le irritaba más por instantes; pero, con todo, no se atrevía a pedirle que lo dejara solo o que se callara. Por fortuna, al cabo de un rato Mijail Averianich se aburrió y se fué a la calle.
Contentísimo se sintió el doctor de quedarse solo. ¡Qué felicidad estarse tumbado en el diván, sin moverse y sin que le molestara la interminable charlatanería de su amigo! La soledad es condición indispensable de la felicidad. El ángel caído ha traicionado a Dios, seguramente, por cuanto aspiraba también a la soledad, de que están privados los ángeles. Hubiera querido pensar en otra cosa, pero su pensamiento estaba como prendido a Mijail Averianich. «Sólo por amistad para mí—se decía—ha emprendido este viaje; y por amistad también no puede dejarme tranquilo y me fastidia con su charlatanería. Es bueno, es generoso; pero es insoportable, muy superficial y ligero. Junto a él cualquiera podría volverse loco a la larga.»
Los días siguientes, pretextando no sentirse bien, el doctor lograba quedarse en el hotel. Se pasaba horas enteras tumbado en el diván, encantado, cuando su amigo estaba ausente, y mortalmente aburrido cuando su amigo paseaba por la estancia charlando sin parar, a su modo.
—Esta, esta es la vida real, estos los sufrimientos de que Gromov me hablaba—se decía—. Y tenía ra-