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gentilhombre lleno de presunción. Siempre muy exigente con los humildes, a todos los injuriaba y se hacia servir hasta cuando no le hacía falta.

—¡Dame los fósforos!—le gritaba al lacayo, aunque los tenía al alcance de la mano.

Andaba por el cuarto del hotel en camisa y en calzones delante de las criadas, como si éstas no existiesen para él. Tuteaba a todos los servidores, aun a los viejos, y, cuando se disgustaba, les llamaba imbéciles e idiotas. El pobre doctor encontraba todo esto muy desagradable, y sufría mucho.

El día mismo de la llegada a Moscou, Mijail Averianich lo llevó a la iglesia en que está el famoso icono Iverskaya. Se arrodilló, recitó sus oraciones piadosamente, puso la frente en las losas del suelo, y cuando, por fin, se levantó, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Se puede ser descreído—exclamó—; pero, sin embargo, esto es un consuelo. Se siente uno desahogado después de la oración. Hágame usted el favor de poner sus labios sobre ese icono.

El doctor, muy confuso, hizo lo que el otro le indicaba. Mijail Averianich todavía recitó otra plegaria, y, después, contento de sí mismo, sacó el pañuelo y se enjugó las lágrimas.

Después visitaron el Kremlin, donde admiraron al Rey-Cañón y a la Reina-Campana, y aun los tocaron con sus manos.

También fueron a la célebre catedral del Salvador y al museo de Rumiantzev.

Cenaron en una de las fondas más nombradas