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—Es tiempo de que nosotros, los viejos, descansemos un poco. Hemos trabajado ya mucho.

Ragin comprendió bien que aquello no tenia más fin que examinar sus capacidades mentales. Y se avergonzó casi recordando las preguntas que le habían propuesto. «Dios mío—pensaba—, ¡y decir que Jobotov y el otro han estudiado recientemente la psiquiatría en la Universidad! ¡No tienen la menor noción; una ignorancia increíble!»

Aquella noche recibió la visita del director de Correos. Sin saludarlo, Mijail Averianich le abordó, le cogió ambas manos y le dijo con voz conmovida:

—Querido amigo: ¡deme usted la prueba de su amistad! No, no, no me diga nada; óigame bien: ya le tengo a usted mucho afecto; yo admiro su alta cultura y su noble corazón; pero, justamente por eso, no puedo ni quiero ocultarle a usted la verdad. ¡Amigo mío, usted está enfermo! Perdóneme, querido amigo; pero hace mucho que lo vengo advirtiendo. Además, todo el mundo lo ha notado ya. El doctor Jobotov acaba de decirme que usted necesita, a toda costa, descansar y distraerse un poco. Y tiene razón. Ahora bien; yo espero para de aquí a unos días un permiso, y me propongo hacer un viajecito. ¿Quiere usted acompañarme? ¡No, no, no me diga que no! Si es usted realmente mi amigo, acéptelo, se lo suplico. ¡Ya verá usted qué viaje más interesante.


Ragin, tras una corta reflexión, dijo:

—Gozo de perfecta salud. Lo lamento de veras;