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Verdad es que hace usted vida de monje; no juega usted a las cartas, no le gustan las mujeres, se aburre usted en nuestra compañía.

Aquí todos se pusieron a quejarse de la vida aburrida que pasaban en el pueblo todas las personas de calidad: ni teatros, ni conciertos... En el último baile del club sólo había unas veinte señoras, y nada más dos hombres que supieran bailar. Los jóvenes, en vez de bailar, se dedicaban a comer o a jugar a las cartas.

El doctor Ragin, lenta y suavemente, sin mirar a nadie, se puso a decir que los vecinos del pueblo se pasaban la vida entre la baraja y las pequeñas intrigas y chismorreos, sin interesarse por nada y arrastrando una vida llena de trivialidad.

Su colega Jobotov, que le escuchaba atentamente, le dijo de pronto:

—¿A cuántos estamos?

Ragin le contestó la fecha. Y entonces Jobotov y el doctor rubio se soltaron haciéndole multitud de preguntas, con la mayor torpeza, sobre el día, el mes, el número de días del año, etc. Por fin, Jobotov dijo:

—¿Es verdad que uno de los enfermos de la sala número 6 es un profeta?

Ragin se sonrojó y repuso:

—Sí; hay un joven muy interesante.

Ya no le preguntaron más.

Cuando, ya en el vestíbulo, se estaba poniendo el gabán, el jefe de la guarnición le dio una palmadita en el hombro y le dijo con un suspiro: