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como médico. Éste habitaba en cierto lugar, situado a unas treinta verstas de la ciudad, y probablemente había venido por invitación expresa aquel día.

Cambiados los saludos de rigor, sentados todos en torno a la mesa, el consejero municipal dijo a Ragin:

—Vea usted, querido doctor: nos informan de que es absolutamente indispensable transportar la farmacia que está en el edificio central, a una de las dependencias. ¿Qué opina usted?

—Todos los pabellones y dependencias están en mal estado; harían falta algunas reparaciones.

—Sí; desgraciadamente, tiene usted razón.

—Y las reparaciones costarían, por lo menos, quinientos rublos: un gasto improductivo.

Hubo una pausa.

—Ya he tenido la honra de poner en conocimiento de la municipalidad—añadió el doctor Ragin con voz velada—que este hospital, en el estado en que actualmente se encuentra, es un lujo excesivo para el pueblo. El pueblo gasta demasiado en construcciones inútiles. Con este dinero, siempre que se procure una administración mejor, se podrían mantener hasta dos hospitales modelos.

—¡Pues bien, manos a la obra!—exclamó el consejero municipal.

Nuevo silencio. Los lacayos sirvieron el té. El jefe de la guarnición local, que parecía muy turbado, tocó suavemente a Ragin por la manga y le dijo:

—Nos ha olvidado usted completamente, doctor.