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Todo eso era, en verdad, muy extraño. Ya el director de Correos no lo encontraba casi nunca en casa, cosa que antes jamás sucedía. La cocinera Daria no sabía qué pensar; el doctor faltaba con frecuencia, no sólo a las horas de la cerveza, sino que aun a la comida solía llegar con retraso.

Una tarde, a fines de junio, el doctor Jobotov vino a buscar a su colega para tratar de cierto negocio, y no lo encontró. En el patio le informaron de que el doctor Ragin estaba en la sala número 6. Jobotov entró en el vestíbulo, se detuvo a la puerta de la sala, y escuchó.

He aquí lo que oyó:

—Nunca nos pondremos de acuerdo—decía Gromov con voz irritada—. Nunca logrará usted convertirme a su religión. Usted no tiene la menor noción de la vida real; usted no ha sufrido nunca; usted ha vivido siempre como parásito del sufrimiento ajeno; mientras que yo he sufrido desde la hora en que nací hasta la hora presente. Y le declaro a usted francamente que en este respecto me considero superior a usted. En todo caso, no es usted quien puede darme lecciones.

—¡Pero, querido amigo, si yo no pretendo convertirlo a usted a mi religión!—respondía el doctor con dulzura y visiblemente afligido de que no lo entendiera el otro—. Si no se trata de eso. Admito que usted haya sufrido mucho, y que yo no he sufrido jamás. No es esa la cuestión. Los sufrimientos, como los gozos, son pasajeros; no se hable más de ellos. La esencial es que usted y yo, ambos somos seres pen-