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vuelta de sus habituales paseos por el pueblo. Venía descalzo, con la cabeza descubierta, y llevaba en la mano un saquito donde guardaba lo que le habían dado.

—¡Dame un copeck!—dijo dirigiéndose al doctor, temblando de frío, y sonriendo humildemente.

El doctor, hombre incapaz de decir que no, le dio una pieza de diez copecks. Después, viendo los pies descalzos del pobre loco, se sintió lleno de remordimiento. «El suelo todavía está muy frío— se dijo—, puede por lo menos coger un catarro.» Y, llevado de su piedad, entró por el vestíbulo del pabellón en que se encontraba la sala número 6. Al verlo, Nikita saltó de entre los escombros donde estaba tumbado, y lo saludó.

—Buenos días, Nikita—dijo el doctor con mucha amabilidad—. ¿No sería posible darle a este hombre un par de botas? ¡No vaya a acatarrarse!

—A la orden del señor doctor; se lo diré al administrador.

—Sí, ten la bondad de decírselo; dile que vas de mi parte.

La puerta de la sala que da al vestíbulo estaba abierta. Gromov, que estaba acostado, se incorporó Y se puso a escuchar. Pronto reconoció al doctor. Y entonces, rojo de cólera, temblando, con los ojos relampagueantes, saltó de la cama y gritó con una risilla sardónica.

—¡Por fin, señores, ya ha venido el doctor. Sea enhorabuena: el doctor se digna al fin visitarnos!

Y, sin poder contenerse, añade: