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—Francamente, le diré a usted que yo también tengo mis dudas. Sin embargo, a veces siento la seguridad de que no he de morir. Otras, me digo: «Pronto, pronto vas a reventar, triste vejete.» Pero al instante oigo que una voz interior murmura a mi oído: «No lo creas, tú no morirás.»

Después de las nueve, Mijail Averianich se despide. Al ponerse el gabán, ya en el vestíbulo, exclama:

—¡Vaya un agujero en que nos ha metido este negro destino! Y lo peor es que aquí hemos de morimos!


VII


Después de acompañar a su amigo hasta la puerta, el doctor se acomoda en la butaca y se pone a leer otra vez. Ningún ruido turba la absoluta tranquilidad de la noche. El tiempo se ha detenido. Al doctor le parece que nada existe, fuera de su libro y su lámpara de verde pantalla. Poco a poco su vulgar carota de mujik parece iluminarse con una sonrisa de admiración o de entusiasmo ante el genio humano. ¿Por qué no ha de ser el hombre inmortal?—se pregunta—. ¿Para qué sirve entonces el cerebro con su admirable mecanismo, para qué la vista, el don de la palabra, los sentimientos, el genio, si todo ha de estar predestinado a mezclarse con la tierra y dar vueltas después, durante millones de años y sin ningún objeto preciso, alrededor del sol? Para eso no