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Y se pone a recordar los buenos tiempos, cuando la vida valía la pena y era sana y gozosa, y habla de los intelectuales de hace treinte años, tan enamorados de su honra y tan devotos de la amistad. Entonces se prestaba uno dinero sin necesidad de prenda ni garantía, y todos se ayudaban mutuamente de una manera caballeresca. La vida estaba preñada de aventuras y de cautivadoras sorpresas. ¡Qué camaradas los de entonces! ¡Qué mujeres aquéllas!

Y después se enfrasca con entusiasmo en una descripción del Cáucaso, ese país de bienandanza.

—Figúrese usted que la mujer de un teniente coronel, una mujer de lo que hay poco, se vestía con traje de oficial, y, por la noche, emprendía largas excursiones a la montaña, sola y sin guía. Decían que tenía quién sabe qué misteriosa novela con un príncipe de Georgia...

—¡Virgen santísima!—exclama la cocinera.

—¡Ah, en aquel tiempo se sabía comer y beber! La gente tenía ideas atrevidas. El doctor, aunque ha estado escuchando, parece que no ha entendido bien; parece que piensa en otra cosa. Después, a pequeños sorbos, sigue apurando su cerveza. Y de pronto, inesperadamente, interrumpiendo a su amigo, dice:

—A veces, en sueños, me parece que estoy entre personas inteligentes y metido en conversaciones amenísimas. Mi padre me dió una buena instrucción; pero cometió el error de obligarme a la carrera de médico. Yo creo que, si lo hubiera desobedecido,