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un niño enfermo, y el niño se opone y llora, el doctor padece verdaderos vértigos, quisiera taparse las orejas y huir y se apresura a recomendar cualquier remedio, hacendó señas de que se lleven achico.

Pronto el aspecto tímido y estúpido de los enfermos le fatiga; la presencia del enfermero, los retratos de los obispos, las preguntas mismas que está dirigiendo a los enfermos desde hace veinte años, todo le cansa, y a los cinco o seis enfermos se despide, dejando el resto a cargo del enfermero.

Con el dulce pensamiento de que ya en el pueblo no le quedan clientes que lo molesten, vuelve a su departamento, se sienta en su gabinete, y helo otra vez leyendo. Lee mucho, y siempre con mucho interés. La mitad del sueldo se lo gasta en libros. De las seis habitaciones de que dispone, tres están repletas de libros y de viejas revistas. Tiene preferencia por las obras de historia y filosofía; en materia de medicina sólo recibe una revista, El Médico, que lee siempre comenzando por el final.

Y así se pasa las horas muertas leyendo sin moverse de un sitio y sin dar señales de fatiga. Lee muy lentamente, sin tragarse las páginas como antaño su enfermo Gromov, y deteniéndose en lo que no encuentra claro o le resulta agradable. Junto al libro hay siempre una garrafa de vodka y una manzana o un pepino con sal, puestos directamente sobre el tapete de la mesa, sin plato. De tiempo en