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presión dolorosa sobre los enfermos, pero nada hace para evitarlo.

En el vestíbulo sale a recibirlo el enfermero Sergio Sergeyevich, un hombrón de cara afeitada e inflada, de maneras corteses, cuidadosamente vestido y con más aspecto de senador que de enfermero. En la ciudad cuenta con numerosa clientela; usa corbata blanca, y se cree más sabio en medicina que el doctor, que ya casi no tiene clientes.

En un rincón de la sala de recibir hay un enorme icono. En los muros se ven retratos de obispos, una fotografía de un convento y coronas de florecillas marchitas. Es el enfermero quien se ha preocupado de decorar así la estancia. Es hombre muy religioso, y todos los domingos hace decir una misa en el hospital.

Aunque hay muchos enfermos, el doctor tiene su tiempo limitado; se reduce, pues, a preguntar a cada uno qué le duele, y después le prescribe aceite de ricino, o algo que no pueda hacerle bien ni mal. Sentado junto a su mesa, la cabeza apoyada en la mano, el doctor parece sumido en hondas reflexiones, y va preguntando sin saber lo que dice. El enfermero, a su lado, se frota las manos, y de tiempo en tiempo hace algunas observaciones.

—Padecemos y enfermamos—suele decir a los pacientes—porque no sabemos rogar a Dios tanto como debiéramos.

Evita las operaciones; ha perdido la costumbre, desde hace mucho, y la sola vista de la sangre lo pone nervioso. Cuando tiene que abrirle la boca a