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pero la opinión pública no parecía hacer caso de ello. Para tranquilidad de conciencia, los vecinos se decían que, a fin de cuentas, el hospital está poblado de gente pobre acostumbrada a vivir mal, y que puede aguantar cualesquiera condiciones de vida.

¡Cómo ha de ser! ¡No podemos alimentarnos con perdices!

Después de su primera visita, el nuevo doctor se dijo que aquel era un establecimiento inmoral, sumamente dañoso para la salud de los vecinos. A su modo de ver, lo mejor hubiera sido dejar a los enfermos en libertad y cerrar la casa; pero no se le ocultaba que carecía de poder para obrar así. Además, sin duda los mismos vecinos desearían conservar su hospital, que por algo lo habían construido. Claro que esto no pasaba de ser un prejuicio; pero los mismos prejuicios, y otras sandeces que hace la gente, pueden algún día servir para algo, como sirve el estiércol para abonar la tierra. Todas las cosas buenas del mundo tienen, en su origen, algo repugnante.

Con estas filosofías, Andrés Efimich entró en sus nuevas funciones decidido a dejarlo todo tal como estaba. Desde el primer día manifestó la mayor indiferencia por cuanto ocurriera en el hospital. Se limitó a pedir a los criados y a las hermanas que no durmieran en la sala de los enfermos, e hizo comprar un par de armarios con instrumentos. En cuanto al personal, no vió la necesidad de renovarlo. En suma; todo siguió como antes.

El doctor aprecia en mucho la inteligencia y la