los eran aún fuertes, y los golpes que me administraba no tenían nada de suaves.
A la segunda bofetada, a pesar de mi respetuosa y añeja costumbre de quedarme quieto, retrocedí hasta el recibidor. El me siguió, cogió su paraguas del perchero y empezó a darme paraguazos en la cabeza y en los hombros.
En aquel momento mi hermana, atraída por el ruido, abrió la puerta del salón. Al ver lo que ocurría, volvió la cabeza, pintados en el rostro el terror y la lástima; pero no pronunció ni una palabra en favor mío.
Mi decisión de no volver a la oficina de donde me habían echado, y de comenzar una vida nueva, de verdadero trabajo, era inquebrantable. Sólo me faltaba elegir oficio, lo que no me parecía difícil, pues me consideraba con vigor, perseverancia y capacidad para el trabajo más penoso. Harto sabía que la vida que me esperaba era una vida monótona de obrero, con sus miserias, su ambiente grosero, su constante temor de hallarse sin trabajo y perecer de hambre. Acaso al volver de mi trabajo por la calle de la Nobleza—la principal de la ciudad—, lamentaste algún día no haber preferido una carrera intelectual; pero, por el momento, yo estaba muy satisfecho de mi decisión y no me espantaba la idea de las privaciones, las inquietudes y los sinsabores que me aguardaban.
En otro tiempo soñaba con una carrera intelectual: me imaginaba ya profesor, ya médico,